Artículo escrito por Grela Bravo, es Psicóloga Clínica y Mediadora Social e Intercultural, y autora del libro «Mujeres que crean» .
Viajo en tren. Me encanta. Cada vez que tengo que ir a Madrid, lo prefiero. Suelo hacerlo también por estas fechas. Paco y Carlos me invitan todos los años a formar parte de los cursos universitarios de verano. Desde la primera vez que coincidimos en una mesa redonda de un Congreso Internacional de medicina, hasta podernos llamar por el nombre de pila, han pasado unas cuantas charlas, cursos, ponencias, presentaciones, cafés, cenas, risas, anécdotas y algún que otro desencuentro (dialéctico). Por qué no decirlo, todo suma.
Y todos los años acepto con la misma ilusión. Y todos los años lo afronto también con ese pellizco necesario de incertidumbre y nervios. Algo parecido debe ser el vértigo que precede los segundos antes de salir ‘a escena’. Es una oportunidad poder compartir mi experiencia y conocimientos, con futuros profesionales de la salud. Pero para que una oportunidad lo sea de verdad, antes debe haber sido un reto. Explicar a un grupo de personas qué es cualquier concepto lo es. Explicar una experiencia, lo es bastante más. Pero si lo que debes explicar es qué es el dolor, cuál es tu experiencia, y quienes te escuchan son estudiantes de medicina, de farmacia, de psicología… o pacientes, lo es sin duda en mayúsculas.
No contentos con lanzarme el reto año tras año, y reconociéndoles el mérito y el esfuerzo por organizar de manera impecable y con valiente osadía, contenidos novedosos, ponencias brillantes, para seguir aprendiendo todos un poco más, un poco mejor, un poco distinto, qué es eso del dolor, esta vez me piden que hable de poesía.
¿Poesía?
Claro, acepto. Primero porque no puedo negarles nada a ‘estos dos’, después porque hace tiempo que acepté mi propio dolor como un reto, reconvirtiéndolo en una oportunidad analgésica para otros. Y finalmente porque no hay otra palabra con mayor poder de persuasión para mí. Siempre digo que la poesía es una condición innegable, irrenunciable, para mí. Casi tan necesaria como el oxigeno.
Pero cómo hablar de poesía en un curso universitario de patologías crónicas. Decidí dejar a la suerte del momento, de lo que fluyera en la interacción del ‘aquí y ahora’ con el grupo, mi intervención.
Antes de empezar hablar, en un discreto pero detenido barrido ocular, durante el resto de ponencias, estuve observando al público uno a uno. No me sorprendió leer en muchos de ellos el dolor en sus miradas. Como un rasgo de su día a día que habían decidido también ellos convertir en inquietud, incluso ir más allá, y la inquietud en profesión. Dicen que no hay mejor cuidador que aquel que ha necesitado que lo cuiden. Y después de todo estas profesiones van de eso, de investigar, de entender para poder cuidar. Porque lo primero que quería decirles – acaso recordarles- es que el dolor no se cura, se cuida.
Y con ese caprichoso, sutil pero certero juego de palabras, empecé a convencerles, sin ni siquiera pretenderlo, como podían transformar el dolor, la experiencia con y de éste, en algo bello. Les invité a reflexionar cual era la misión del arte, de cualquier expresión artística. A que intentaran conectar con ellos mismos cuando leían un texto, un poema, en lugar de con el poeta. Que pensaran por qué se emocionaban con una canción. Que sucedía cuando se dejaban que salieran sus emociones. Dónde quedaban. Dentro o fuera de ellos. Y ¿aquello que se tiene el privilegio de poder contemplar, acaso no nos brinda la ocasión de encontrar su sentido, su armonía… su belleza?
Pues exactamente eso era lo que debían -y podrían- aprender hacer. Contemplar su dolor (qué más da si es físico o emocional) para entenderlo. Y desde la intimidad que concede la comprensión, incluso reconocer su poder de sacar lo mejor de nosotros mismos. Como pocas otras emociones lo harán en la vida.
Decía la gran Concepción Arenal: «El dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro» y el Henri Matisse, que pintaba con muchísima dificultad y dolor, porque sufría una grave e insoportable artritis, cuando le preguntaban la razón por la que seguía pintando, él respondía: «El dolor desaparece, la belleza queda».
Coged una libreta, un lápiz, un pincel… lo que sea. Decid, expresad, contad lo que estás sintiendo. Hacedlo. No importa quién lo vea, quién lo lea. No juzguéis lo que hayas hecho. Sólo observarlo. Solo sacadlo. Aquello que se comparte divide su peso y multiplica sus beneficios.
Poco a poco, fui moviéndome por toda el aula, y paseándome por todas las miradas, saltando silencio en silencio. A veces dejándome balancear por algún suspiro agitado. Y ya no importaba cómo si titulaba la clase. Estábamos un grupo de personas hablando y compartiendo un pedazo de vida. Hablando de poesía.
Al acabar en vez de aplausos hubo abrazos, en vez de preguntas, lágrimas, en vez de dudas, gracias.
Al volver, en el tren, en vez de nada me llevé todo. Alivio, amor, complicidad, dolor, también dolor, aprendizaje, empatía… y poesía, mucha poesía.
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